Los relatos más minuciosos sobre los ritos de sangre maya
provienen del Período Postclásico. Entre ellos, la escena de la
extracción del corazón de un guerrero para ofrecerlo a los dioses.
Los jóvenes guerreros pertenecientes a las élites enemigas eran las
presas más codiciadas. En el caso de capturar a un gobernante, o a un
jefe principal, la víctima era reservada para ser decapitada durante una
ceremonia especial.
A la inversa, cuanto más alejado fuese el pueblo de un cautivo,
geográfica o culturalmente, los mayas lo despreciaban para el
sacrificio. Al decir de Todorov, las víctimas preferidas debían ser,
simultáneamente, extranjeras y cercanas.
Los métodos de inmolación eran diversos. Durante el Período Clásico
se puso en práctica el descuartizamiento, realizado en ocasiones durante
el juego de pelota.
El Templo de los Jaguares y de los Guerreros en Chichén Itzá fueron
ámbitos privilegiados para la práctica de los sacrificios humanos.
Los cronistas españoles describen el equipamiento de los sacerdotes:
resina de copal para utilizar de sahumerio, pintura negra, y cuchillos
sacrificiales.
Según el pensamiento maya, los ritos eran imprescindibles para
garantizar el funcionamiento del universo, el devenir del tiempo, el
paso de las estaciones, el crecimiento del maíz, y la vida de los seres
humanos. Los sacrificios eran necesarios para asegurar la existencia de
los dioses, reponiendo su consumo periódico de bioenergía.
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